viernes, 17 de junio de 2011

EL BAUTISMO SACRAMENTO FUNDAMENTAL

EL BAUTISMO


El bautismo es el sacramento primero y fundamental de la Iglesia
«Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19).
La Iglesia celebra hoy la fiesta del Bautismo de Cristo, y también este año tengo la alegría de administrar en esta circunstancia, el sacramento del bautismo a algunos recién nacidos: diez niñas y nueve niños, de los cuales catorce son italianos, dos polacos, uno español, uno mexicano y uno indio. ¡Sed bienvenidos queridos padres que habéis venido aquí con vuestros hijos! También saludo a los padrinos y a las madrinas, así como a todos los presentes.
Amadísimos hermanos y hermanas, antes de administrar el sacramento a estos niños recién nacidos quisiera detenerme a reflexionar con vosotros en la palabra de Dios que acabamos de escuchar. El evangelio de san Marcos, como los demás sinópticos, narra el bautismo de Jesús en el río Jordán. La liturgia de la Epifanía recuerda este acontecimiento, presentándolo en un tríptico que comprende también la adoración de los Magos de Oriente y las bodas de Caná. Cada uno de estos tres momentos de la vida de Jesús de Nazaret constituye una revelación particular de su filiación divina. Las Iglesias orientales subrayan particularmente esta celebración, denominada simplemente «Jordán». La consideran un momento de la «manifestación» de Cristo estrechamente relacionado con la Navidad. Más aún, la liturgia oriental pone más de relieve la revelación de Jesús como Hijo de Dios que su nacimiento en Belén. Esa revelación tuvo lugar con singular intensidad precisamente durante su bautismo en el Jordán.
Lo que Juan el Bautista confería a orillas del Jordán era un bautismo de penitencia, para la conversión y el perdón de los pecados. Pero anunciaba: «Detrás de mí viene el que puede más que yo (...). Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1, 7-8). Anunciaba esto a una multitud de penitentes, que se le acercaban confesando sus pecados, arrepentidos y dispuestos a enmendar su vida.
De muy diferente naturaleza es el bautismo que imparte Jesús y que la Iglesia, fiel a su mandato, no deja de administrar. Este bautismo libera al hombre de la culpa original y perdona sus pecados, lo rescata de la esclavitud del mal y marca su renacimiento en el Espíritu Santo; le comunica una vida nueva que es participación en la vida de Dios Padre y que nos ofrece su Hijo unigénito, hecho hombre, muerto y resucitado.
Cuando Jesús sale del agua, el Espíritu Santo desciende sobre él como una paloma y, tras abrirse el cielo, desde lo alto se oye la voz del Padre: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1, 11). Por tanto, el acontecimiento del bautismo de Cristo no es sólo revelación de su filiación divina sino también, al mismo tiempo revelación de toda la santísima Trinidad: el Padre --la voz de lo alto-- revela en Jesús al Hijo unigénito consustancial con él, y todo esto se realiza en virtud del Espíritu Santo que bajo la forma de paloma desciende sobre Cristo, el consagrado del Señor.
Los Hechos de los Apóstoles nos hablan del bautismo que el apóstol Pedro administró al centurión Cornelio y a sus familiares. De este modo, Pedro realiza el mandato de Cristo resucitado a sus discípulos: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). El bautismo con el agua y el Espíritu Santo es el sacramento primero y fundamental de la Iglesia, sacramento de la vida nueva en Cristo.
Amadísimos hermanos y hermanas, también estos niños dentro de poco recibirán ese mismo bautismo y se convertirán en miembros vivos de la Iglesia. Ante todo, serán ungidos con el óleo de los catecúmenos, signo de la suave fortaleza de Cristo, que se les da para luchar contra el mal. Luego, se derramará sobre ellos el agua bendita, signo de la purificación interior mediante el don del Espíritu Santo, que Jesús nos hizo al morir en la cruz. Inmediatamente después recibirán una segunda y más importante unción con el «crisma», para indicar que son consagrados a imagen de Jesús, el ungido del Padre. Por último, al papá de cada uno se le entregará una vela para encenderla en el cirio pascual, símbolo de la luz de la fe que los padres los padrinos y las madrinas deberán custodiar y alimentar continuamente, con la gracia vivificante del Espíritu.
Queridos padres, padrinos y madrinas, encomendemos a estas criaturas a la intercesión materna de la Virgen María. Pidámosle a ella que, revestidos de las vestiduras blancas, signo de su nueva dignidad de hijos de Dios, sean durante toda su vida auténticos cristianos y testigos valientes del Evangelio.
El bautismo, fundamento de la existencia cristiana 
1 de abril de 1998
1. Según el evangelio de san Marcos las últimas enseñanzas de Jesús a sus discípulos presentan unidos fe y bautismo como el único camino de salvación: «El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará» (Mc 16, 16). También Mateo, al referir el mandato misionero que Jesús da a los Apóstoles, subraya el nexo entre predicación del Evangelio y bautismo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizandolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19).
En conformidad con estas palabras de Cristo, Pedro, el día de Pentecostés, dirigiéndose al pueblo para exhortarlo a la conversión invita a sus oyentes a recibir el bautismo: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch 2, 38). La conversión, pues, no consiste sólo en una actitud interior sino que implica también el ingreso en la comunidad cristiana a través del bautismo que obra el perdón de los pecados e inserta en el Cuerpo místico de Cristo.
2. Para captar el sentido profundo del bautismo, es necesario volver a meditar en el misterio del bautismo de Jesús, al comienzo de su vida pública. Se trata de un episodio a primera vista sorprendente, porque el bautismo de Juan, que recibió Jesús, era un bautismo de «penitencia., que disponía al hambre a recibir la remisión de los pecados. Jesús sabía bien que no tenía necesidad de ese bautismo, siendo perfectamente inocente. En tono desafiante, dirá un día a sus adversarios: «¿Quién de vosotros puede probar que soy pecador?» (Jn 8, 46).
En realidad, sometiéndose al bautismo de Juan, Jesús lo recibe no para su propia purificación, sino corno signo de solidaridad redentora con los pecadores. En su gesto bautismal está implícita una intención redentora, puesto que es «el Cordero (...) que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29). Más tarde llamará «bautismo» a su pasión, experimentándola como una especie de inmersión en el dolor, aceptada con finalidad redentora para la salvación de todos: «Con un bautismo tenía que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!» (Lc 12, 50).
 
3. En el bautismo en el Jordán, Jesús no sólo anuncia el compromiso del sufrimiento redentor, sino que también obtiene una efusión especial del Espíritu, que desciende en forma de paloma, es decir, como Espíritu de la reconciliación y de la benevolencia divina. Este descenso es preludio del don del Espíritu Santo, que se comunicará en el bautismo de los cristianos.
Además, una voz celestial proclama: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1, 11). Es el Padre quien reconoce a su propio Hijo y manifiesta el vínculo de amor que lo une a él. En realidad, Cristo está unido al Padre por una relación única, porque es el Verbo eterno «de la misma naturaleza del Padre». Sin embargo, en virtud de la filiación divina conferida por el bautismo, puede decirse que para cada persona bautizada e injertada en Cristo resuena aún la voz del Padre: «Tú eres mi hijo amado».
En el bautismo de Cristo se encuentra la fuente del bautismo de los cristianos y de su riqueza espiritual.
4. San Pablo ilustra el bautismo sobre todo como participación en los frutos de la obra redentora de Cristo, subrayando la necesidad de renunciar al pecado y comenzar una vida nueva. Escribe a los Romanos: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6, 34).
El bautismo cristiano, precisamente porque sumerge en el misterio pascual de Cristo, tiene un valor muy superior a los ritos bautismales judíos y paganos, que eran abluciones destinadas a significar la purificación, pero incapaces de borrar los pecados. En cambio, el bautismo cristiano es un signo eficaz, que obra realmente la purificación de las conciencias, comunicando el perdón de los pecados. Confiere, además, un don mucho mayor: la vida nueva de Cristo resucitado, que transforma radicalmente al pecador.
5. Pablo muestra el efecto esencial del bautismo, cuando escribe a los Gálatas: «Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo» (Ga 3, 27). Existe una semejanza fundamental del cristiano con Cristo, que implica el don de la filiación divina adoptiva. Los cristianos, precisamente porque están «bautizados en Cristo», son por una razón especial «hijos de Dios». El bautismo produce un verdadero «renacimiento».
La reflexión de san Pablo se relaciona con la doctrina transmitida por el evangelio de san Juan especialmente con el diálogo de Jesús con Nicodemo: «El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu» (Jn 3, 5-6).
«Nacer del agua» es una clara referencia al bautismo que de ese modo resulta un verdadero nacimiento del Espíritu. En efecto, en él se da al hombre el Espíritu de la vida que «consagró» la humanidad de Cristo desde el momento de la Encarnación y que Cristo mismo infundió en virtud de su obra redentora.
El Espíritu Santo hace nacer y crecer en el cristiano una vida «espiritual», divina, que anima y eleva todo su ser. A través del Espíritu, la vida misma de Cristo produce sus frutos en la existencia cristiana.
¡Don y misterio grande es el bautismo! Es de desear que todos los hijos de la Iglesia, especialmente en este período de preparación del acontecimiento jubilar, tomen conciencia cada vez más profunda de ello.
El único bautismo de la comunidad cristiana
El bautismo es esencial para la comunidad cristiana. En particular, la carta a los Efesios sitúa el bautismo entre los fundamentos de la comunión que une a los discípulos de Cristo. «Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados, la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos...» (Ef 4, 4-6).
La afirmación de un solo bautismo en el contexto de las otras bases de la unidad eclesial reviste una importancia particular. En realidad, remite al único Padre, que en el bautismo ofrece a todos la filiación divina. Está íntimamente relacionado con Cristo, único Señor, que une a los bautizados en su Cuerpo místico, y con el Espíritu Santo, principio de unidad en la diversidad de los dones. Al ser sacramento de la fe, el bautismo comunica una vida que abre el acceso a la eternidad y, por tanto, hace referencia a la esperanza, que espera con certeza el cumplimiento de las promesas de Dios.
El único bautismo expresa, por consiguiente, la unidad de todo el misterio de la salvación.
2. Cuando san Pablo quiere mostrar la unidad de la Iglesia, la compara con un cuerpo, el cuerpo de Cristo, edificado precisamente por el bautismo: «Hemos sido todos bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1 Co 12, 13).
El Espíritu Santo es el principio de la unidad del cuerpo, pues anima tanto a Cristo cabeza como a sus miembros. Al recibir el Espíritu, todos los bautizados, a pesar de sus diferencias de origen, nación, cultura, sexo y condición social, son unidos en el cuerpo de Cristo, de modo que san Pablo puede decir: «Ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús», (Ga 3, 28).
3. Sobre el fundamento del bautismo, la primera carta de san Pedro exhorta a los cristianos a colaborar con Cristo en la construcción del edificio espiritual fundado por él y sobre él: «Acercándoos a él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegido, preciosa ante Dios, también vosotros, como piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (1 P 2 4-5). Por tanto, el bautismo une a todos los fieles en el único sacerdocio de Cristo, capacitando los para participar en los actos de culto de la Iglesia y transformar su existencia en ofrenda espiritual agradable a Dios. De ese modo, crecen en santidad e influyen en el desarrollo de toda la comunidad.
El bautismo es también fuente de dinamismo apostólico. El Concilio recuerda ampliamente la tarea misionera de los bautizados, en conformidad con su propia vocación, en la constitución Lumen gentium, enseña: «Todos los discípulos de Cristo han recibido el encargo de extender la fe según sus posibilidades» (n. 17). En la encíclica Redemptoris missio subrayé que en virtud del bautismo, todos los laicos son misioneros (cf. n. 71).
4. El bautismo es un punto de partida fundamental también para el compromiso ecuménico.
Con respecto a nuestros hermanos separados, el decreto sobre el ecumenismo declara: «En efecto, los que creen en Cristo y han recibido debidamente el bautismo están en una cierta comunión aunque no perfecta, con la Iglesia católica». (Unitatis redintegratio, 3). El bautismo conferido de forma válida obra, en realidad, una efectiva incorporación a Cristo y hace que todos los bautizados, independientemente de la confesión a la que pertenecen, sean verdaderamente hermanos y hermanas en el Señor. El Concilio enseña a este propósito: «El bautismo constituye un vínculo sacramental de unidad, vigente entre los que han sido regenerados en él» (ib., 22).
Se trata de una comunión inicial, que debe desarrollarse en la dirección de la unidad plena, como el mismo Concilio recomienda: «El bautismo por sí mismo es sólo un principio y un comienzo, porque todo él tiende a conseguir la plenitud de vida en Cristo. Así pues, el bautismo se ordena a la profesión íntegra de la fe, a la incorporación plena en la economía de la salvación, como el mismo Cristo quiso, y finalmente a la incorporación íntegra en la comunión eucarística» (ib.).
5. En la perspectiva del jubileo, esta dimensión ecuménica del bautismo merece ser puesta especialmente de relieve (cf. Tertio millennio adveniente, 41).
Dos mil años después de la venida de Cristo, los cristianos se presentan al mundo, por desgracia, sin la unidad plena que él deseó y por la que rogó. Pero, mientras tanto, no debemos olvidar que lo que ya nos une es muy grande. Es necesario promover, en todos los niveles, el diálogo doctrinal, la apertura y la colaboración recíprocas y, sobre todo, el ecumenismo espiritual de la oración y del compromiso de santidad. Precisamente la gracia del bautismo es el fundamento sobre el que hay que construir la unidad plena, hacia la que el Espíritu nos impulsa sin cesar.
El bautismo nos compromete a ser testigos valientes del Evangelio durante toda la Vida 
Homilía de S.S. Juan Pablo II en la Fiesta del Bautismo del Señor
10 de enero de 1999
1. «Éste es mi Hijo amado, en quien tengo mis complacencias» (Mt 3, 17).
En la fiesta del Bautismo del Señor que estamos celebrando, resuenan estas palabras solemnes. Nos invitan a revivir el momento en que Jesús, bautizado por Juan, sale de las aguas del río Jordán y Dios Padre lo presenta como su Hilo unigénito, el Cordero que toma sobre si el pecado del mundo. Se oye una voz del cielo, mientras el Espíritu Santo, en forma de paloma, se posa sobre Jesús, que comienza públicamente su misión salvífica; misión que se caracteriza por el estilo del siervo humilde y manso, dispuesto a compartir y entregarse totalmente: «No gritará, no clamará. (...) No quebrará la caña cascada, no apagará el pabilo vacilante. Promoverá fielmente el derecho» (Is 42, 2-3).
La liturgia nos hace revivir la sugestiva escena evangélica: entre la multitud penitente que avanza hacia Juan el Bautista para recibir el bautismo está también Jesús. La promesa está a punto de cumplirse y se abre una nueva era para toda la humanidad. Este hombre, que aparentemente no es diferente de todos los demás, en realidad es Dios, que viene a nosotros para dar a cuantos lo reciban el poder de «convertirse en hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nacieron de Dios» (Jn 1, 12-13).
2. «Este es mi Hijo amado; escuchadle» (Aleluya).
Hoy, este anuncio y esta invitación, llenos de esperanza para la humanidad, resuenan particularmente para los niños que, dentro de poco, mediante el sacramento del bautismo, se convertirán en nuevas criaturas. Al participar en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, se enriquecerán con el don de la fe y se incorporarán al pueblo de la nueva y definitiva alianza, que es la Iglesia. El Padre los hará en Cristo hijos adoptivos suyos, revelándoles un singular proyecto de vida: escuchar como discípulos a su Hijo, para ser llamados y ser realmente sus hijos.
Sobre cada uno de ellos bajará el Espíritu Santo y, como sucedió con nosotros el día de nuestro bautismo, también ellos gozarán de la vida que el Padre da a los creyentes por medio de Jesús, el Redentor del hombre. Esta riqueza tan grande de dones les exigirá, como a todo bautizado, una única tarea, que el apóstol Pablo no se cansa de indicar a los primeros cristianos con las palabras: «Caminad según el Espíritu» (Ga 5, 16), es decir, vivid y obrad constantemente en el amor a Dios.
Expreso mis mejores deseos de que el bautismo, que hoy reciben estos niños, los convierta a lo largo de toda su vida en valientes testigos del Evangelio. Esto será posible gracias a su empeño constante. Pero también será necesaria vuestra labor educativa, queridos padres, que hoy dais gracias a Dios por los dones extraordinarios que concede a estos hijos vuestros, del mismo modo que será necesario el apoyo de sus padrinos y sus madrinas.
3. Amadísimos hermanos y hermanas, aceptad la invitación que la Iglesia os hace: sed sus «educadores en la fe» para que se desarrolle en ellos el germen de la vida nueva y llegue a su plena madurez. Ayudadles con vuestras palabras y, sobre todo, con vuestro ejemplo.
Que aprendan pronto de vosotros a amar a Cristo, a invocarlo sin cesar, y a imitarlo con constante adhesión a su llamada. En su nombre habéis recibido con el símbolo del cirio, la llama de la fe: cuidad de que esté continuamente alimentada, para que cada uno de ellos, conociendo y amando a Jesús, obre siempre según la sabiduría evangélica. De este modo, llegarán a ser verdaderos discípulos del Señor y apóstoles alegres de su Evangelio.
Encomiendo a la Virgen María a cada uno de estos niños y a sus respectivas familias. Que la Virgen ayude a todos a recorrer con fidelidad el camino inaugurado con el sacramento del bautismo.

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